«He bebido 18 tragos de whisky, creo que es un buen récord» por Andrés Castaño

por Andrés Castaño
Corría el 9 de noviembre de 1953 en la ciudad de Nueva York. Aquella ciudad y sus grandes edificios, el pesado olor a smog, el rugir del tranvía con el silencio oportuno de los pasajeros, los sombreros en las estanterías, los calcetines sucios de los niños que jugaban al fútbol en las calles, el humo del tabaco saliendo por la ventana polvorienta de todos los bares concurridos en las grandes avenidas; era el presagio de una noche malditamente loca para uno de los más grandes poetas del siglo XX. Un poeta condenado a la eternidad oscura, a la rebelión de su clase, al coraje impulsivo de unos cuantos whiskys. Un poeta entretenido con la belleza de las mujeres, el coqueteo parcial de un galés famoso en América, que había salido de la mendicidad y la bohemia inglesa, a los grandes rascacielos y hoteles de lujo de la gran manzana.
Hoy, primer día de mayo, en medio de este confinamiento absurdo, escribiré de Dylan Thomas mientras fumo un cigarrillo y escucho latente el único poema que se conoce recitado en su propia voz, la voz de un hombre con muchos caballos de fuerza en su garganta. Escucho latente “Do Not Go Gentle Into That Good Night” y escucho cada frase como un tren de carga,
cada silaba recitada por aquel dramaturgo, como si fuese el Jim Morrison de unos años perdidos, en pleno aguacero de la segunda guerra mundial. Pienso en su vida, en el niño de 16 años escribiendo sus primeras poesías sin esperar nada a cambio, solo escribirlas, como para no querer salir de Gales, lugar en donde se sentía mejor escribiendo. En sus primeras obras
publicadas, “18 Poems” y “Death and Entrances” lo llevarían como vuelo de gaviota al reconocimiento de poeta y escritor de cuentos. Mientras los otros que se hacían llamar poetas gastaban tinta y sesos escribiendo de los problemas sociales en la Inglaterra de los años 30, Dylan se consumía en versos explosivos de amor, religión, culpa, perdón y muerte.
Pronto atraería fortuna, reconocimiento, grandes problemas, y amores que lo llevarían a la inspiración que cada hombre de estos sentimientos estrellados necesita para no condenarse o caer rendido antes de tiempo. Se declaró bebedor empedernido de whisky, fumador compulsivo por angustia, y su vida libertina y poco ética desde el punto de vista de los demás causaron estragos en su vida personal, dejándolo en cuestión de unos años en la profunda miseria. Sin dinero, con pocas ganas de escribir, sumido en los bares del antiguo Londres, donde su esposa llegaba de sorpresa para llevarlo a casa, una bailarina inglesa de lo más bella
que le concibió tres hijos, que estuvo con él hasta el final y por poco se vuelve loca cuando vio a Thomas evaporado. Inconsciente, en otro sueño, otro cielo, al darse cuenta con sus propios ojos que su esposo se había salido con la suya y no volvería nunca más a Inglaterra.
Siendo reconocido por gran parte de la clase intelectual y prestigiosa de Los Estados Unidos, su amigo y colega John Brinnin, lo invita a Nueva York, obteniendo la oportunidad de recitar sus versos, recibir entrevistas, organizar proyectos cinematográficos y teatrales en aquella ciudad
de las oportunidades. Dylan aceptó la propuesta de Brinnin obligado a obtener dinero para el mantenimiento de su familia. Así fue, como en 1953 viajó por tercera vez a este país a exponer en primera persona su magnífica obra, llevando como estela fundamental el último libro de su autoría titulado “UNDER MILK WOOD” Pero Dylan no tomaba obligaciones ni cartas en el asunto, como siempre había ocurrido se interesaba más por frecuentar bares causando risas a sus espectadores, estos lo observaban con ánimo y excitación como si vieran en el poeta al primer “Poet-Star” que costaba la pena conocer después de unas cuantas cervezas.

A los pocos días de haber pisado América, Dylan conoce a una mujer, tendría una especie de amor a primera vista, y ella, la secretaria de John Brinnin, Lizz Reitell, se dejaría deslizar en las seducciones incesantes del poeta, acompañándose en todo momento, Thomas pasaría junto a ella sus últimos días de vida, llegándola a considerar como una verdadera amiga a la que un pequeño pero ruidoso ser semejante a una foca, podía contarle sus problemas y confiarle sus derrotas. Gozar en ella un embelesamiento disparejo, pero que causaba cierto anhelo de no dejarla ir al menos por unos días.
Lizz cautivada no se separaría de su lado, y como ella ya lo sabía, el amor hacia Dylan solo podía conducir a la devastación de uno mismo. Lamentablemente los últimos momentos del poeta en Nueva York fueron degradantes y enfermizos. A sus lecturas asistían cientos de personas. Tanto fue la acogida que cruzó palabras con el escritor William Faulkner, al que
consideró un hombre inteligente y amable, robó algunas camisas de un hombre prestigioso cuando este le invitó a su casa, y coqueteo con la mujer de un millonario dejando a aquel en la completa vergüenza. Al parecer la auto destrucción de Dylan requería un poco de desorden, un poco de tragedia y majadería. No necesitaba nada más que tener un espacio en donde pudiera ser él, lejos de aquel Londres fatídico, recibiéndolo siempre con un golpe certero, ligero, al ego de aquel poeta, que para bien o para mal se satisfacía diciendo que estaba muy feliz de haber podido escaparse de Londres.
Enfermo, descontrolado, acabándose sus años de gloria en los que componía versos sueltos sin necesidad de tanta espera. ahora, a sus 39 años de edad, le era difícil terminar un poema. Confesó a Brinnin que tardaba un año en terminar un escrito, problema que poco a poco se le fue convirtiendo en una crisis espantosa. Pues, ¿si no era escribiendo de que otra forma podía ganarse la vida? Había optado por tomar whisky con leche, como lo hacía un familiar en Gales para calmar la acidez de estómago. Pero la obesidad, el alcoholismo, el consumo de cigarrillo
exagerado poco a poco iban debilitando a Dylan. Hasta que llegó el 9 de noviembre, ese día negro, y su vida dejaría de ser vida, para sumarse a un infortunio más de otro poeta en apuros.
El 9 de noviembre deja su habitación en el hotel Chelsea, después de una gran siesta, sintiéndose un Dylan Thomas renovado, decide irse anímicamente contento a una de sus tantas juergas predilectas de borrachera. Celebrando quizás, la terminación de un guion, una obra de teatro que estaba lista para realizarse. ¡Dylan directo al White Horse Tavern! Esa noche había quedado de encontrarse con su amigo y cantante John Cage, al llegar al bar se dio cuenta que Cage no había llegado, pero Dylan siempre disponía de amigos para hacerse a la fiesta, así que bebió, más de lo que podría soportar su cuerpo a la deriva. Esa noche en el
White Horse Tavern bebería hasta nacer una leyenda que alteró más su fama, y completaría el mito de un bebedor y poeta maldito consagrándose así a la pesada muerte. Dicen que aquella noche Thomas había ingerido 18 tragos de whisky. Al regresar al hotel, este se encontraba muy enfermo, así que Lizz, quien fue a verlo para saber cómo estaba lo encontró en un estado lamentable, un Dylan moribundo, risueño y con buen sentido del humor, Lizz Reitell, nerviosa, decide llamar al doctor para que recibiera atención, es en ese momento donde la inmortalidad vestida de saco y camisa llegaría al hotel Chelsea. Dylan diría sus últimas palabras que lo convertirían en mito “He bebido 18 tragos de whisky, creo que es un buen récord”.
NUNCA MÁS RECUPERARÍA LA CONCIENCIA
Dylan Murió en el Hospital Clínico de Nueva York a las 12:40 horas a los 39 años de edad. Los médicos confirmarían la causa del deceso por neumonía. Hay rumores que afirman, que el poeta recibió una exagerada cantidad de morfina que le causó la muerte; otra que asegura Brinnin es la que más se puede acercar a la realidad: hemorragia cerebral por ingesta de alcohol. En su billetera encontraron una foto de Dylan Thomas a los 12 años, recuerdo del día en que llegó primero en una carrera de atletismo en el colegio. Quizás sin temor a equivocarme, uno de sus instantes en la niñez, de felicidad pasajera.