Andrés Caicedo – Un cielo gris con cien mil pájaros volando
por Andrés A. Castaño.
Andrés, dicen que tu cuerpo era una celda, ¿será que sí? ¿Tú, desde allá que me dices? Porque pensándolo bien, tú para mí eras como un cielo gris con cien mil pájaros volando. Dirás en tu genialidad de absorberlo todo, que quizás estoy siendo un poco extremista, pero es que hoy quiero por medio de estas palabras, aunque sea una vez en tu otra vida, levantarte de la tumba y que te sacudas un poco. Desde que te conocí supe que eras de los míos, un mechudo huesudo, cuellilargo y desgarbado, capaz de hacer música celestial con las teclas de una máquina de escribir. Te imagino. Desde aquí Andrés, desde muy lejos de tu tierra natal, tu ‘’Calicalabozo’’ del alma, hace algunas décadas pasadas; en donde igual, como en esta época ya andábamos jodidos pero no importaba. Tú sentado en el asiento especial de tu habitación y el sonido bestial de la máquina, el ‘’tacle tacle’’ de tus palabras siendo devoradas, desde ese artefacto de luz con la capacidad inmensa de desmenuzarte el alma. Por lo que cuentas Andrés, puedo estar seguro loco que andabas siempre tan lucido, tan vuelto mierda, tan sonrisa de pez salsero, tan melena rock and rollera en ese gran valle de tus lágrimas ácidas que creaste textos grandiosos. Inolvidables para otros seres que escriben, que sienten y duermen de distinta manera. Lo peor, que se niegan rotundamente a crecer y asumir los pantalones de una vida, que para bien o para mal, nunca se ha escogido.
Enamoradizo y desesperado, pegachento de sudor y de besos durísimos de Patricita. ¡Ay tu gran amor Andrés Caicedo! Por la que moriste y renaciste al mismo tiempo, porque eras así, de un segundo para decir adiós y después hay que ver hasta donde se llega, y por eso soportaste tu cuerpo con el cielo gris y cien mil pájaros volando en la mitad del pecho. Soñando en nada más que tus libros, los que cargabas debajo del brazo, caminando la quinta, o el que llamabas el triángulo trágico de Versalles. Libros de Edgar Allan Poe, tu autor predilecto, el que consumías como esnifando amarguras. Lovecraft y Vargas Llosa, no se podían quedar atrás, Lovecraft por el terror de sus personajes y Marito por las vidas bandidas, de calles siempre insolentes y las historias marcadas de sus protagonistas. Es que a mí me consta Andrés Caicedo, que a ti desde muy pequeño te gustó fue la dinamita pura, la rebeldía y la vida libertaria, por eso te echaron de casi todos los colegios, porque eras el niño armado hasta los huesos de travesuras, de revolución, pero con ética, una cosa rara se puede decir. Hasta que les diste el honor a tus padres de graduarte de bachillerato, pero eso sí, a pesar de haber obtenido un puntaje comprometedor para estudiar en cualquier universidad, tú desde el principio dejaste las cosas claras, – ¡no Carlos Alberto, yo de estudiar nada, porque estudiar no me interesa un pelo, lo que yo quiero es escribir!… – Y ahí empezó todo, lo que ya venías contemplando como una visión hecha para ti desde que no tenías más de trece años.
A pesar Andrés de que eras un niño mimado, sobre protegido en todas las materias, quizás por ser el único hijo varón de la familia Caicedo Estela, y siempre estar en un entorno de mujeres, era que te protegían tanto. Pero tú que nada, que eso se iba acabar, porque tú querías era patear las calles, conocer la rumba sin rumbo, enfrentarte a tus demonios, a tus infiernitos totales, a limitar las angustias a punta de música, de pastillas, de cerveza Poker y de marihuana. Entonces te desnudaste y recobraste el papel de nunca ser integro para la sociedad burguesa en la que estabas acostumbrado a fingir que andabas. Conociste a Carlos Mayolo, el esposo del amor de tu vida, de tu Patricita del alma, a la rata Carvajal, a Ramiro Arbeláez, y al que siempre viste como un man tremendo para el cine, que conocía más cine que tú en una ciudad en donde aún no llegaban buenas películas. Ese hombre era Luis Ospina. Tantas cartas escritas para otro loco, que lo veías como un genio que te traía esperanzas, cada vez que hablaban y hablaban y volvían a hablar de cine, como escarbándose por dentro las más profundas confidencias que tuvieran que ver con salas oscuras, para internarse un día, a ver de todo lo que rodaran. ¡Y una mierda aquí, y una mierda allá! Hasta formarse no sé si de la nada o por pura convicción de un grupo intelectual, cinéfilo, y con unas ganas tremendas de hacer cine, el gran ‘’CALIWOOD’’, aquel inolvidable grupo de Cali.
Tuviste un modo porque vivir, el cine te salvaba la vida Andrés Caicedo, tanto que fundaste el primer Cine Club de Cali en el teatro San Fernando, Llegabas con tu pelo largo a reproducir cine para ‘’peladitos’’ e ‘’instruidos’’ en el tema. Siempre con criticas extensas de todo lo que se expusiera, así matabas un poco el tiempo: Ignmar Bergman, Roman Polánskí, Alfred Hitchcock, los grandes y pequeños Western que no te perdías por nada, te abrieron un camino de la verdad y la mentira, como una luz distinta. Entonces te convertiste sin pensar en un ‘’cinesifílico’’ tremendo Andrés, Lilith (Robert Rossen), Esplendor en la Hierba (Elia Kazan), Castillos de Arena, (Bob Rafelson), Pat Garret y Billy de Kid ( Sam Peckinpah), Nueve Diás en un Año de ( Mikhail Romm) Missouri Breaks (Arthur Penn), fueron unas de las miles que pudiste ver, algunas odiadas y otras de tus predilectas. Seguro que no son las únicas, pero escribo solo para que te despiertes un poco, para que te muevas en el aire, para que te poses encima de las nubes y regales una mirada de Angelito empantanado a todos los que te siguen, desde esta inmensa tierra con olores raros… ¿Qué tal la experiencia en Los Ángeles Andrés? Escribiste que esa experiencia fue una cagada, el guion que fijaste – Los Amantes de Zuzie Bloom – el cual querías vender a cualquier director, o productor, o ‘’pelagato’’ que te lo aceptara para abrirte campo en los pesos pesados de la industria cinematográfica, no te dio más que para una notica de devolución y agradecimiento, que quizás más adelante, pero por ahora no. Por ahora devuélvete para Colombia, regresa a tu amada Cali, sigue siendo tú, tú escribiendo de lo que te gusta, sí, Andrés Caicedo, de la calle, de los tropeles, de las ‘’gayadas’‘, de la melomanía intensa, sí, esa misma que hacía que temblaras cuando escuchabas The Rolling Stones a mil en cualquier toca discos. Un blues, dos blues, tres blues, cuatro blues, ojos abiertos y mirada al horizonte, hacia las montañas que arrullan a Cali en plena frescura de las once de la noche. Aspirando la fiesta, luego el suspiro, el de la redención, pero de todas formas terminabas afligido con las manos en la cabeza, llevado de el ‘’putas’’ por decencia ante tu irónica vida. Una vida que siempre la catalogaste como un sendero de sufrimiento, no se puede saber si por destino propio, o porque siempre quisiste hacerte el marica, hasta darte cuenta de que era sentir que se tenía el infierno adentro.
Como lo tuyo siempre fue el desenfreno, la majadería, la adolescencia y sus excesos, hasta que el cuerpo aguantara, dejaste a un lado a tus amigos de siempre, a los que te habían conducido a otro plano en el cual te sentías conforme pero nunca aprovechable. Entonces se te dio, como bien cabeza hueca que eras Andrés, de tomar las riendas de tu desordenada vida para desordenarla más, pasaste del norte al sur, del Rock and Roll a la salsa, de Mick Jagger a Bobby Cruz, pasaste de lleno, de la marihuana a las pepas, de los niños bien, a los ‘’tropeleros’’, del ‘’CALIWOOD’’ a la ‘’gayada de la calavera’’. Entonces empezaste a sentirte adrenalina Andrés Caicedo, quisiste deformar tu estirpe burguesa para formarte con los marginados, con los que no temían a la muerte, ni al qué dirán de los grandes personajes emblemas de los barrios bonitos. Entonces, claro viejo, ahí estaban estas criaturas, emblemas de tus mejores obras; dos personajes que cambiarían tu estilo de pacifista a devorador de las horas: bebiendo cerveza, viajes de hongos para asumir un poco más el renacimiento a la nada, apoderándote de los Valium y el andar para aquí y andar para allá con Guillermito Lemos y su hermana Clarisolcita, (Clara Eugenia Lemos Ruiz) te enamoraste de como Guillermito con trece y Clarisol con ocho ya habían vivido más que una persona hecha y derecha. Te embelesaste Andrés, lo hiciste hasta hacerte parte de ellos, convirtiéndolos en tu familia de andanzas, los miembros que habías escogido para inspirarte, para llegar a otra base, a otro juego con ligereza absoluta. Entonces no hubo nada que hacer, ya te había llevado el diablo. Tomaste otra vía e hiciste de tu vida un mito, gracias a tu formación y tu lema en contra de la existencia, esa de no vivir más de veinticinco años, porque hacerlo sería una desfachatez. La vejez, lo más absurdo de nuestras vidas
Ya te acercabas al estallido final, ya olías las estrellas, encendías el soplo a la eternidad desde San Antonio, desde la plaza de Caicedo, desde la sexta, desde cada rincón en donde murmurabas que estabas cansado, que a veces como que no podías, entonces ¡‘’tacle tacle tacle tacle’’! Golpes potentes sobre la máquina. Días enteros sin despegarte de tu lugar de trabajo, releyendo, tachonando, reinventando, hojas de papel en el suelo y sigue y sigue Andrés, quemando los últimos cartuchos porque ya estabas cansado, y la revista Ojo al Cine que habías fundado junto a tu colega de siempre, Luis, y con Patricita como que ya quería irse, quería olvidarse de ti, no más Ojo al cine por el momento, pero persistías, como todo un Rimbaud, un Baudelaire frente al fin de su destino, no dejar de ser UN POETA. ¡Ay Andrés! Dicen que fue el amor el que te llevó a volar tan temprano, otros plantean la idea, que nada que ver con esa vaina, que lo que tu querías era tener en tus manos la gran obra emblema de tu vida ¡QUÉ VIVA LA MUSICA! Y arrojarte a dormir para siempre, a ver si por fin descansabas, pues creías que tu cerebro se despertaba con miedo en contra de tu voluntad, ya no podías escribir y eso te paralizaba. Las pastillas te hacían tanto daño después del segundo intento de suicidio, y mierda. Todo se iba al carajo, pero tu querías vivir, querías desenredarte de esa oscuridad que siempre latía en tus venas. – No Carlos Alberto, padre mío, yo no volveré a intentar pasarme al otro lado del mundo – Y ellos, como todos los que te conocían en Cali, querían creerte, esa es la verdad Andrés. Todos querían creer que seguirías siendo ese escritor de cuentos fantásticos, ese escritor de relatos y narraciones de historias para adolescentes. El creador de críticas maravillosas de repartos e historias del cine, dejarías la absurda, pero a la vez heroica idea, de no hacer parte de este mundo…
Pero loco, tú ya estabas contagiado a ser inmortal de alguna forma, habías copado un baúl repleto de escritos, cuentos, poemas, criticas de cine, guiones teatrales, relatos etc. Ya habías cumplido con tu parte, y entonces sentías que el cuerpo no aguantaba más, que terminarías más ‘’lenguicorto’’ que siempre. Con esos delirios, con esas ansiedades, esos amores no correspondidos. La desgana de ya no tirar piedra para asustar a tus padres, un joven sin querer compromisos, sin obtener verdades, ya nada sería igual, te estarías preguntando todos los días y a todas horas, – ya nada será igual, una mierda, una bendita mierda. – Entonces Andrés, te diste cuenta que lo importante era dejar obra para unos pocos buenos amigos. Lo importante se resumía en eso, habías llenado el alma de libros y cintas de cine hasta darte cuenta que, como tanto de aquello no había valido la pena, que te tenían muy complicada la vaina, por eso lo mejor era la música, porque la música era un latido relampagueante en tu corazón afligido.
Corría el 4 de marzo de 1977, te habías levantado de buen ánimo Andrés porque recogerías en el aeropuerto el primer ejemplar de tu emblemática novela ¡QUÉ VIVA LA MUSICA! Me imagino tu felicidad, tu excitación latente, tu frenética sonrisa. Por fin tendrías en tus manos la gran obra que tanto te había costado para publicar. Pero entonces la sombra negra ya estaba junto a ti, Andrés otra vez pintando a Cali de gris. Te morías de ganas por ver a Patricita, a ese amor que a veces te correspondía y en otras te jodía la vida por dentro, y tú tan sensible viejo, tan cuento roto cuando se quiere ser otra cosa más poética. Y bueno sí, buscaste a Patricita por todas partes, pateando la quince, la sexta, el centro de arriba abajo. Llamabas a casa de Ospina para asegurarte que estuviera ahí, pero ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Patricita de nuevo se sacudía de tus abrazos, se desaparecía del mapa, y tú como siempre pensando lo peor. Creíste que estaría quizás comprando pasaje para Bogotá o rindiéndose de nuevo a los brazos de tu rival, el de siempre, y hubiera tomado la decisión de una vez por todas abandonarte.
4 de marzo. Otro día triste para tu corta y atormentada vida, ¿será que ese siempre fue tu destino, Andrés, porque si no fuera así, no serías Andrés Caicedo, al que adoramos? Bueno, lo único verdadero de todo, es que llegaste al apartamento, el mismo que alquilabas con Patricia, llegaste, y te sentaste a escribirle una carta. ¿Quién iba a creer que esa sería tu última y definitiva carta de tu corta vida? A mí se me hace, que ni tú mismo en medio de tu genialidad lo sabías. Terminaste la extensa carta con un – Te adoro, te idolatro, si no puedo vivir sin ti, llevaré, supongo, una especie de anti-vida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra. Pero brilla el sol, tú puedes estar cerca. Ahora salgo a buscarte, amor mío- ¿Y saliste a buscarla Andrés? o fue un simple arrebato de tu conciencia, de tu corazón arrugado, de tu inevitable deseo de arreglarlo todo con ella. Pero nada viejo, ya todo estaba dicho, tomaste la vía más fácil para desmembrarte a ese amor que te mordía, para aborrecer a Cali, para olvidarte de tus amigos, de tus andanzas, de Clarisolcita, de tu revista, para desengañarte de la vida, que no era vida sino un relato corto que estabas dispuesto a ceder para la historia.
entonces te entró un arrebato, otro más, quizás el ultimo. Y cogiste sin miedo, sin mente, con una astucia tremenda de niño desubicado, 20, 40, 60 secobarbitales y te atoraste la garganta de una vez por todas. Buscaste el brillo de otra vaina menos tragedia con ayuda de 60 pastillas dispuestas a dejarte tieso en unos contados minutos. ¡Ay Andrés te imagino! Te imagino sentado en tu escritorio esperando el fin de tu fin, pensando si esta si sería la vencida, si ya no volverías a ver a tus padres con cara de vergüenza, ni tus amigos hablarían entre sí, comentando que otra vez Caicedo había vencido a la muerte. Pero te faltaba el aire y sentías la agonía perfecta, el reconcilie con la inmortalidad. ¡Mierda es enserio esta vuelta! porque viste entrar a la muerte con Patricita, y entonces supiste que sería la última vez que la verías, la última vez que observarías esos ojos, esa nariz, esa boca, esa mirada que te acompañaría como único recuerdo mientras abandonabas las puertas de este mundo. Me imagino la cara de espanto del amor de tu vida, pero tú le sonreíste, como diciendo ¡ya no hay nada porque preocuparse! Y le confesaste tu ultima travesura, sí la más heavy de todas tus locuras, -Patricia mi amor, me he tomado 60 pastillas, mierda Patricia espero que no se me reviente el cerebro – y caíste rendido Andrés Caicedo, desplomaste tu cabeza en el escritorio en donde tantos viajes hermosos habías creado. te habías ido, Ya estarías caminando de la mano con la muerte Andrés. Habías cumplido con la promesa, ajá, habías cumplido con lo pactado.
¡HA MUERTO EL GENIO! ¡PORQUE NO SE TRATA DE SUFRIR ME TOCÓ EN ESTA VIDA, SINO AGUZATE QUE TE ESTÁN VELANDO!